Para sobrevivir habían olvidado sus promesas infantiles, olvidado su ser,
casi por completo,
a cambio de supervivencia,
de amor,
de un lugar en todo aquello que llamaban mundo.
 
La única forma de poder sostenerlo era dejar de tener presente
aquello más grande,
esa renuncia al propio ser
y,
para ello
un pacto silencioso.
Quedaría latente,
esperando su momento,
atento,
vigilante,
como el susurro del viento,
prometiendo tiempos mejores,
señalando caminos,
aguardando un futuro alagador…
una promesa de satisfacción a ese amor infantil infinito.
Así,
inconsciente,
el deseo insaciable se confundía con la propia esencia,
los deseos con necesidades,
la sensatez con el rechazo de si,
el instinto con la inmediatez…
 
y,
 
si se daba deshecho la maraña,
aguardaban niños necesitados
de su propio amor,
de su propio adulto,
de sus propios límites,
de su propia fe,
de su expresión de ser…
algo que, únicamente uno, puede hacer